Así anduvimos todo el primer año del reclutamiento, apoyados por mi padre, que nunca abandonó a mi madre, en sus justos reclamos.
Llegándose el plazo, se presentan mis padres al cuartel, y piden hablar con el sargento.
Al pasarlos a su oficinita, mi madre le dice a bocajarro: ya se cumplió el año, entrégueme a mi muchacho.
El sargento, socarrón, con su sonrisita autosuficiente, le respondió: señora, el ya no es hijo de familia. Ya tiene obligación, ya tiene su mujer.
Déjelo hacer su vida, y usted, ocúpese de la suya.
Mi madre no se perturba, ni se acobarda. Y le contesta:
Sargento, que acaso, porque usted se casó, ¿ya dejo de tener madre? Bajo el sargento la cabeza, y mesandose los cabellos de sus sienes, le promete a mi madre, un “ya veremos como le hacemos, jefecita, ya veremos”.
Y es al cabo de 2 años, que mi hermano, su licencia consiguió, en el poblado del Higo, de Veracruz.
Las suplicas de una madre, nunca caen en saco roto. Cuando le preguntaban, a mi madre, si guardaba rencor, por todos los sufrimientos pasados, respondía que no.
Porque el amor y el odio, es un común de dos; la mitad es tuya, y la otra mitad, es del que odias o amas. Y las cadenas del odio, son muy pesadas al cargar.
Si meditáramos detenidamente en esto, agregaba mi madre, no nos permitiríamos, ni siquiera el pensamiento, de hacerle un mal, a un semejante.
Bebiendo el sexo de la discordia
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Soy sacrílego
de mis propios versos,
de la poesía absurda
que anida en los intestinos del olvido.
Soy un agujero negro
en el cielo ciego
de ...
Hace 10 horas



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